Ir a pucv.cl

Columna de Opinión: "Rostros"

Compartimos reflexión de Jorge Mendoza, académico de la Facultad Eclesiástica de Teología de la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso.

07.10.2020

Los seres humanos necesitamos ponerle rostros a nuestras esperanzas, a nuestros miedos, a las cosas que queremos y a las cosas que odiamos. Anticipamos el rostro de las personas que entrarán en nuestras vidas y añoramos el rostro de aquellas que ya no están entre nosotros. Un filósofo –Emannuel Lévinas- hablaba de la “epifanía del rostro” para referirse a este proceso de visualizar aquello que deseamos pero especialmente a esa aparición de rostros que no sabíamos que existieran y que en, algún momento, se nos presentan cambiando nuestros horizontes y entornos.

Un ministro debió reconocer que no conocía la realidad del hacinamiento en los sectores más vulnerables de nuestra población. Sabía, obviamente, que ello existía a través de la expresión numérica y estadística pero no había visto los rostros que estaban detrás de ellas. A más de alguno, sin necesidad de ser ministro, le debe suceder lo mismo. Mira las estadísticas, los números de nuevos casos de infectados por la pandemia, así como los decesos producidos por ella, pero no alcanza a visualizar los rostros de esas personas y, por lo mismo, no despiertan en su interior los sentimientos de compasión y de responsabilidad que serían los acordes con nuestra situación. También miramos las cifras de desempleo y la pobreza que afecta a personas, pero hemos logrado hacer invisibles sus rostros para convertirlos en simples números. Esos son los primeros rostros que deberíamos tener presentes en nuestra reflexión.

También tenemos rostros que simbolizan nuestros miedos y odios; son rostros que son demonizados, quitándoles su carácter humano para poder combatirlos, y hasta eliminarlos, en cuanto ya no son considerados como miembros de la comunidad humana. Ha ocurrido a lo largo de la historia con etnias, credos religiosos, posiciones ideológicas y partidistas. Se los ha perseguido, puesto fuera de la ley, considerados infrahumanos o simplemente no merecedores de ser considerados parte de la sociedad y de los derechos que ello conlleva. Al negarles el que tengan rostros se les niega su condición humana y quedan como materia disponible para ser eliminada.      

En esta misma línea se tiende a satanizar a los oponentes políticos y a culparlos exclusivamente como responsables de los males sociales. El proceso suele ser mutuo y escalar a medida que pasa el tiempo, polarizando y tensionando cada vez más a la sociedad en que ello ocurre. Este proceso de exclusión reciproca tiende a rigidizar las posiciones y, al mismo tiempo, a dificultar las posibilidades de diálogo –etimológicamente, a través de la razón- porque prima la convicción que con el diferente no es posible entrar en acuerdos de solución sin tener que verse obligado a renunciar a sus propios principios. Al que está enfrente de las respectivas posiciones y convicciones se le adjudica un rostro que suele ser más bien una caricatura que una representación fidedigna de lo que es y de sus verdaderas intenciones.

En este punto me viene a la memoria lo ocurrido en la Navidad de 1914, en plena primera guerra mundial, cuando los soldados de ambos lados de las trincheras comenzaron una tregua no oficial que suspendió los combates. Cuando se les obligó, por parte de sus superiores militares, a volver al combate ellos no pudieron combatir a personas que habían dejado de ser entes anónimos y sin rostro: ahora tenían caras, familias, esposas, hijos, tal como cada uno de ellos. Este hecho ha sido el tema de varias películas y de una canción de Paul McCartney –Pipes of Peace- en la que el mismo Paul representa tanto a un soldado inglés como a un alemán para mostrar que ambos son seres humanos, más allá de los conflictos que en un momento los pueden separar.

Por otra parte están los que buscan esconder sus rostros, sea porque están conscientes que su actuar es dañino contra la sociedad o, simplemente, porque temen la persecución por sus ideas políticas. Prefieren ser seres sin rostro pero con voz y actuar. No pocas veces se erigen a sí mismos como los adalides de causas justas aunque no siempre sus métodos sean coherentes con los ideales que quieren alcanzar. Eligen el anonimato, especialmente el que otorga la muchedumbre, o su capacidad de permanecer impunes por su pertenencia a algún organismo del Estado. En varios países han surgido estos movimientos acéfalos –y por lo mismo sin rostros con quienes entrar en interlocución- que claman por una sociedad más justa aunque sus métodos suelen ser, al menos, discutibles.

Pero también, en la vereda opuesta, están quienes quieren ser el rostro de una causa y se ofrecen para ser sus representantes. No se puede poner en duda, al menos a priori, que tengan motivaciones honestas pero ello no quita que estén buscando la oportunidad de estar en la retina de sus partidarios y, si también se puede, en la de los otros ciudadanos. Surgen en diversos momentos de nuestra historia, reciente o más lejana, y se convierten en figuras icónicas aunque tiempo después suelen ser objeto de críticas por sus actuar y sus omisiones o por sus opiniones en la actualidad.

De una manera más misteriosa, pero muy concreta, están esos rostros que irrumpen en nuestras vidas con una sonrisa, con una ayuda, o con una palabra de aliento iluminando nuestra cotidianeidad y aliviando nuestros dolores y tristezas, a pesar de sus propias tristezas y cansancios. Rostros que anhelamos y que, también, puede ser nuestra propia faz iluminando a otros. Y también están los rostros que han sido privados de sus ojos para contemplar otros rostros, aunque sus propias caras quedan en nuestras retinas como símbolo de una violencia “ciega”.

No menos importante resulta, para quienes ejercemos la pedagogía, la ausencia de rostros en la docencia misma, en todos sus niveles. No es lo mismo una clase impartida a través de guías en papel –que es lo que están recibiendo los alumnos más vulnerables- o, incluso, las clases dictadas por medios digitales; los profesores rara vez podemos ver los rostros de nuestros alumnos e interactuar con ellos, en una forma en que no solo haya comunicación oral sino que también la expresión corporal que acompaña y refuerza el discurso. Obvio que esta forma de educación no ha sido una elección voluntaria sino que obedece a una condición externa que nos ha forzado a esta modalidad. Esta misma circunstancia nos ha obligado a esconder la mitad de nuestros rostros por el uso de las mascarillas; sólo podemos ver una parte de las expresiones faciales. Confío que esta modalidad en la educación no haya llegado para quedarse más allá del tiempo y circunstancias que la exijan. Extraño las expresiones de aprobación o rechazo, e incluso de aburrimiento, de mis alumnos que de alguna manera marcaban el ritmo y tenor de la clase.

El rostro puede expresar la bondad del alma como también ocultar intenciones aviesas. De todos modos prefiero un rostro hostil a uno que no puedo ver y que no me dice nada. También temo que esta situación incremente el individualismo, ya presente en nuestra sociedad, y veamos al otro como una amenaza, ya no solo por el posible contagio sino porque puede ocupar mi espacio y romper con el distanciamiento físico que se nos recomienda.