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4 de julio de 2022

Por Alan Bronfman Vargas

04.07.22

El 4 de julio de 1811 se efectuó la primera sesión del Congreso Nacional chileno. Once años después, en la Constitución 1822, se establecía, por primera vez en nuestro constitucionalismo, un Congreso bicameral. Luego de un período en que se suceden varias asambleas constituyentes, cámaras y senados, el 6 de agosto de 1828 se instala el primer Congreso Nacional elegido en sus dos ramas: Cámara de Diputados y Senado. Desde estos frágiles órganos y decisiones políticas y jurídicas han transcurrido doscientos años de historia, los que han servido para erigir una institución representativa, legislativa y fiscalizadora esencial para nuestro régimen democrático.

Este aniversario, con todo, es particularmente triste. Triste porque el 4 de septiembre se somete a votación popular un proyecto de Constitución que elimina el Senado y el bicameralismo que hemos conocido en los últimos dos siglos. Triste porque la propuesta de eliminación no ha venido precedida de un debate a la altura del cambio que se propone y que, en sí, siempre puede y debe tenerse en la constante y sana revisión de las instituciones democráticas.

Pocos son los argumentos que la ciudadanía conoce respecto de la necesidad de esta supresión. Una idea popular divulgada con cierta timidez –y poco defendida por quienes entienden cómo se elabora la ley– es que al existir dos cámaras el proceso legislativo se hace innecesariamente lento y que con una cámara las leyes se tramitan de modo más eficiente. El argumento es burdo y falso. No se trata de aprobar leyes más rápido, que para eso existen otros instrumentos (como la urgencia o la delegación de potestad legislativa), sino de mejores leyes. Leyes que hayan sido debidamente estudiadas y debatidas, y que han logrado generar amplio consenso político y democrático. En este sentido, si se trata de acelerar el trámite y no dañar la calidad de la ley, sería más sensato mantener el Senado y eliminar la Cámara de Diputados. De todos modos, no deja de sorprender el listado de democracias que tienen un proceso legislativo en que el Senado o Cámara Alta es un órgano político de singular importancia: Reino Unido, Australia, Estados Unidos, Alemania, Suiza, Italia, Brasil y Japón, entre otros.

Puede observarse que el bicameralismo tiene una relación cercana con el federalismo y que el federalismo no es algo distinto que un proceso de descentralización avanzado. El proyecto de Constitución, de modo contradictorio, parece promover la descentralización en favor de regiones y comunas autónomas, pero al mismo tiempo elimina al órgano que podría, con igualdad de funciones y atribuciones, servir de contrapeso al innegable centralismo de una cámara en que cuarenta y siete diputados representan a la región que concentra la mayor riqueza y población del país ¿cómo defienden regiones como las de Aysen y Arica y Parinacota, que sólo cuentan con tres diputados, sus intereses presupuestarios y legislativos?.

Es probable que la eliminación del Senado no obedezca a este tipo de razones sino a otras menos presentables, como la dificultad que tienen determinados partidos políticos de acceder a escaños senatoriales. Dicha exclusión, fundada en reglas democráticas desde el 2005, ha generado el resentimiento que explica de manera cabal la forma y oportunidad del cambio propuesto.

En el contexto planteado cabe preguntarse por qué una decisión de esta envergadura se ha desplazado a un discreto segundo plano en el debate político. Observo que se trata de una propuesta que no se encuentra en el lugar central de la discusión reciente acerca del cambio del sistema de gobierno, que se ha centrado en las facultades presidenciales y su relación con el Congreso Nacional, por lo que existe todavía una mayor necesidad de examinarla en el foro público. Asumiendo que se trata de una cuestión difícil, me atrevo a plantear dos posibles respuestas.

La primera, que atañe a ambas cámaras, es que el Congreso Nacional no goza de especial reconocimiento social, ni de popularidad como institución. La prensa y las redes sociales suelen ser efectivas para divulgar sus deficiencias cómo órgano y todo tipo de escándalos, pero dicha efectividad no es igual para difundir su contribución al sistema democrático. Todos los años se aprueban más de sesenta leyes y numerosos tratados y, sin ser exagerado, algunas de ellas abordan y resuelven de modo satisfactorio ciertas necesidades sociales. Por supuesto que no estamos ante un legislador perfecto, pero tampoco estamos en el extremo opuesto. Sin embargo, esta mirada equilibrada no se encuentra en la sociedad que sólo conoce de los proyectos que duermen en el Congreso y de congresistas que abusan de sus prerrogativas.

La segunda, que solo afecta al Senado, proviene del origen de su legitimidad social y política. En el siglo XXI, esta legitimidad sigue anclada a su aporte tanto como órgano moderador como órgano de representación territorial. El Senado chileno ha servido a lo largo de su historia como cámara moderadora, tal como Washington le explicó a un Jefferson –partidario de una cámara– que un plato servía para entibiar un café en exceso caliente. En doscientos años la moderación del Senado ha provenido de distintos mecanismos constitucionales y sigue operando, con sus naturales vicisitudes, desde el 2005 a la fecha. El problema es que, este arcaico y vivo argumento, no puede integrarse bien a un discurso dominado por el cambio que se afirma ha de ser impostergable y rápido.

Creo que el Senado ha perdido una oportunidad para robustecer su legitimidad en su debilidad como órgano de representación territorial. No es que la estructura representativa regional adoptada por la Constitución haya sido inadecuada, sino que su funcionamiento en la defensa de los problemas e intereses de las regiones tiene un visible y notorio déficit. Es posible que sea el centralismo interno de los partidos políticos, expresado no sólo en candidaturas carentes de fundamento territorial, sino en distribución interna del poder, haya incidido como pesada carga sobre un órgano llamado a ser la voz de las regiones.

Al margen del resultado del plebiscito de septiembre, el cuantioso aporte del Senado al régimen democrático exige al menos una reflexión seria acerca de la necesidad y conveniencia de una segunda Cámara en el Congreso Nacional de Chile.

*Las opiniones vertidas en la publicación no representan necesariamente el pensamiento institucional de la Facultad y Escuela de Derecho PUCV.

Facultad y Escuela de Derecho PUCV