Columna: Día del Niño por Nacer. Por el profesor Dr. Juan Pablo Faúndez
25 de marzo de 2025
Un año más celebramos en este 25 de marzo el Día del Niño por nacer, fecha que desde 1993 nos hace presente la importancia de valorar a la persona humana en la fase inicial de la existencia que cada uno de nosotros ha transitado, desde el momento de la fusión de los gametos que aportaron nuestro padre y nuestra madre, y que devino, desde ese momento, en un nuevo ser de nuestra especie.
Es imperioso en este día emblemático, en el que la Iglesia Católica celebra, a su vez, la Anunciación o la Encarnación del Hijo de Dios, no olvidar que precisamente a partir de ese momento en el que María dijo “Sí” al anuncio del Arcángel Gabriel se inició su período de gestación humana.
Por ello, detenernos en el valor intrínseco de la creatura que comienza su continuo, gradual y coordinado proceso de actualización de todas las notas constitutivas que están conformando su ser desde ese momento inicial de su existencia, se torna especialmente significativo en este día. Un día que también marcó la ruta humana de Cristo.
Mediante la Encarnación, la fe cristiana no profesa la invitación a alienarse siguiendo una revelación etérea, sino a profundizar en lo “entrañable”, a contemplar el seguimiento de un Dios que se ha hecho hombre en las “entrañas de una joven”, siguiendo todas las etapas de la constitución humana del ser.
En efecto, en el cigoto reconocemos la encarnación de un ser humano único que en su proceso epigenético no tendrá más que actualizar, en un maravilloso diálogo embriológico con la madre, a nivel celular, toda aquella información genética y operativa que, si no median obstáculos, culminará al término de la fase fetal en un recién nacido. Uno que, siendo en sí mismo, estará separado del medio externo solo por una cortina uterina.
En consideración de aquello, y por el reconocimiento del valor del ser humano en esta etapa histórica de su existencia, en la que, como lo demuestra una y otra vez la literatura embriológica con hallazgos cada vez más sorprendentes, nuestra carga genética lleva adelante un maravilloso proceso de desarrollo, no podemos dejar de sensibilizar a la sociedad en relación a la protección de la vida humana, en todas sus etapas, y particularmente en esta que es, de suyo, una de las más delicadas y prometedoras de la existencia.
Por falta de sentido y del incremento de la disvaloración que nuestra sociedad contemporánea proyecta en relación a los ancianos, los enfermos y los niños por nacer, es que nos adentramos en una época que progresivamente cambia las propuestas vitales por relatos que carecen de esperanza.
Y aquello va suscitando una “cultura” sostenida en disvalores -que no de valores- que finalmente pueden llegar a una banalización del respeto a la vida. En efecto, cuando se comienzan a esbozar proyectos de ley en los que el aborto pasa a ser una opción mediada por la aplicación de meros plazos, aquella disvaloración que comenzaba con la aceptación de dudosas causales se habrá consumado en su literal profundidad.
Esperemos que aquella “cultura de la muerte”, que tan sabiamente profetizó respecto a la vida el Papa de la Familia, San Juan Pablo II, no se pose sobre una sociedad que dejó de valorar lo más entrañable de sí misma: su propio pueblo en proyección de futuro. Pidamos el Señor que, en este Jubileo de la Esperanza, nos llene de júbilo abrirnos como sociedad al don de la vida, y podamos con ello ser artífices de porvenir y expectación de cara a las futuras generaciones.