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Profesor John Charney reacciona al ensayo "La cultura de la cancelación: más allá del todo o nada"

Se trata de un foro escrito por la académica de la Universidad Austral de Chile, Yanira Zúñiga, al que el profesor de nuestra Escuela añadió sus comentarios.

22.10.21

Accede al ensayo de la profesora Zúñiga aquí. 

La cultura de la cancelación ha sido retratada como un conjunto de prácticas que con creciente intensidad constriñen, amenazan y humillan a quienes transgreden lo que algunos perciben como estándares mínimos de corrección moral o política. Este fenómeno ha sido objeto de intensas críticas, porque estaría cultivando un terreno hostil para el ejercicio de la libertad de expresión. Es una atmósfera similar a la que J.S. Mill describió en el siglo XIX cuando hablaba de la tiranía de la opinión prevalente, de esa tendencia de la sociedad a imponer, por otras vías que las institucionales, sus propias ideas y prácticas a aquellos que disentían, previniendo con ello la formación de cualquier individualidad que se alejara del modelo imperante.

En contra de la tendencia cada vez más generalizada a mirar con aversión la cultura de la cancelación, Yanira Zúñiga nos invita a modificar el enfoque y a reconocer la posibilidad de que algunas de sus prácticas puedan legitimarse y que incluso puedan llegar a ser beneficiosas para la sociedad. Para hacerlo, Zúñiga invierte los términos con los que normalmente se juzga el fenómeno. En vez de enfocarse en la libertad de expresión de la persona que es víctima de prácticas de cancelación, se concentra en la vulnerabilidad de los grupos que las utilizan. Se trataría de grupos desaventajados y sistemáticamente estigmatizados que condenan colectivamente a individuos que refuerzan o reproducen los estereotipos negativos de esos grupos a través de discursos del odio o que incitan a la discriminación, hostilidad o violencia. En este contexto, las prácticas de cancelación podrían interpretarse como demandas de transformación de un orden institucional que tolera discursos que no solo lesionan la dignidad de las personas, sino que atentan en contra de principios básicos de la convivencia democrática. La reflexión de Zúñiga es sugerente y merece mirarse con atención. Con todo, creo que es necesario matizar algunos puntos y precisar otros.

En primer lugar, es importante decir, aunque parezca una obviedad, que no todas las prácticas de cancelación tienen su origen en grupos desaventajados ni pretenden modificar condiciones estructurales de injusticia o denunciar abusos de poder. Los ataques fundados en razones personales o aquellos que no buscan más que humillar u ofender a su destinatario, difícilmente podrían interpretarse como beneficiosos para el orden social. Por otro lado, la cultura de la cancelación puede generar un ambiente de autocensura—poco deseable en una sociedad democrática—si enciende las alarmas de instituciones que se dedican al desarrollo del conocimiento y a su difusión como, por ejemplo, cuando se despide al editor de un diario por publicar algún artículo polémico, o se prohíbe a un periodista escribir sobre asuntos que parezcan ofensivos o se investiga a un académico por citar fuentes sospechosas. Si estas prácticas descartan la sola posibilidad de hablar de ciertas cosas, aun cuando se haga responsable y documentadamente, tampoco veo cómo puedan contribuir al bienestar social.

Descartadas las anteriores, habría que identificar cuáles son las condiciones que harían posible interpretar una práctica de cancelación como una contribución a la sociedad. Zúñiga sugiere que la condición fundamental consiste en modificar radicalmente nuestro enfoque sobre la libertad de expresión. Según ella, la reflexión sobre la libertad de expresión en las sociedades democráticas está altamente influenciada por el pensamiento liberal, el que se concentra en los problemas asociados a su limitación y no en los vinculados a su permisión.

No hay duda de que la libertad de expresión es un asunto que desde J.S. Mill en adelante ha sido sistemáticamente abordado por la tradición liberal—al punto que J. Raz sugiere que se trata de un dilema esencialmente liberal (Raz, 1991). Y desde esta tradición del pensamiento siempre se ha mirado con mucha sospecha cualquier intento de regularla o limitarla (Scanlon, 1979 Dworkin, 1992). Pero a pesar de su influencia, no me atrevería a decir que la posición que el liberalismo defiende sobre la libertad de expresión sea hegemónica ni que la consecuencia de su influencia sea que en todas partes ella se defienda de manera irrestricta o absoluta.

No solo hay buenas razones para limitar la libertad de expresión, sino que además esas razones están muy bien documentadas por la literatura. Desde la perspectiva del proceso de formación de la opinión pública, por ejemplo, se ha justificado la necesidad de regular esta libertad para asegurar el buen funcionamiento del sistema democrático (Baker, 2007), para garantizar el pluralismo informativo (Karppinen, 2013) o para promover el respeto a la diversidad política y cultural (Hitchens, 2006). Pero también se ha justificado la limitación de la libertad de expresión respecto de aquellos discursos que suelen motivar prácticas de cancelación como son los discursos del odio, aquellos que incitan a la violencia, o aquellos que niegan genocidios o crímenes de lesa humanidad, entre otros.

Por lo demás, los discursos que hacen apología al odio han sido regulados, tanto por el derecho internacional (PIDCP, CADH), como por múltiples sistemas jurídicos a nivel estatal. Y volviendo al punto de Zúñiga: si el beneficio de una práctica de cancelación consiste en su potencial de transformar un sistema político y discursivo que tolera discursos que afectan la dignidad de las personas, como los discursos del odio ¿podríamos sostener que en aquellos países que restringen por ley estos discursos, las prácticas de cancelación son beneficiosas? Aunque es difícil contestar esta pregunta en abstracto, pareciera ser que la respuesta es negativa. En efecto, en tales sistemas el disvalor de esos discursos ya ha sido institucionalizado a través de sanciones establecidas por el ordenamiento jurídico en contra de quienes los emitan. Por tanto, y salvo que se trate de sistemas disfuncionales, las prácticas de cancelación parecerían allí más cercanas a formas de autotutela que a vehículos de transformación social.

Sería finalmente en aquellos sistemas en los que las restricciones a la libertad de expresión son menos toleradas—como es el caso de Estados Unidos donde el fenómeno de la cancelación ha tenido mucha fuerza—donde la propuesta de Zúñiga sería más convincente. Efectivamente, en esos contextos las prácticas de cancelación podrían eventualmente ser interpretadas como herramientas de transformación social y política que buscan una respuesta institucional frente a discursos que reproducen desventajas sistémicas de grupos vulnerables. El problema es que mientras esa respuesta institucional no esté disponible en la forma de una limitación al ejercicio de la libertad de expresión, esos sistemas deberán ofrecer una solución a los conflictos que se produzcan entre prácticas de cancelación, por una parte, y la libertad de expresión, por la otra. ¿Cómo responde el sistema jurídico a este conflicto?

La respuesta de Zúñiga es que este es un asunto, como muchos otros, en los que se producen conflictos entre derechos o principios constitucionales. En este caso se trataría de un conflicto entre la igualdad de trato que reclaman los grupos desaventajados versus la libertad de expresión de la persona en contra de quien se dirigen las prácticas de cancelación. Tratándose de la protección de los derechos fundamentales sería un tribunal el que debería determinar, caso a caso, y mediante un ejercicio de ponderación cuál derecho debiera preferirse. Pero esta solución no está libre de problemas. No solo los jueces terminan resolviendo asuntos de este tipo según sus propias convicciones morales o políticas, sino que esto se agrava cuando se trata de conflictos entre la libertad y la igualdad.

Y aunque no hay una solución clara a este problema, me atrevería a decir que las prácticas de cancelación que merecen ser miradas con atención, es decir, aquellas que son potencialmente beneficiosas, son en sí mismas manifestaciones del ejercicio de la libertad de expresión. Esto se desprende de los mismos ejemplos que Zúñiga menciona, como el de las mujeres que difunden sus experiencias como víctimas de violencia sexual, o los casos de los escraches de las asociaciones de familiares de detenidos desaparecidos en Argentina, a los que uno podría agregar los numerosos boicots que se hacen para denunciar todo tipo de atropellos o abusos. Y es que a pesar de que el contenido comunicativo de estas prácticas no es necesariamente ‘deliberativo’, sí cumplen funciones normalmente atribuidas al ejercicio de esta libertad como lo son el control ciudadano del poder, que en estos casos se utiliza para exponer ante la opinión pública discursos que reproducen o refuerzan desigualdades sistémicas. Prácticas de este tipo son las que han motivado a algunos autores a sostener que la cultura de la cancelación no representa necesariamente una amenaza a la libertad de expresión, sino que en algunas circunstancias es una de sus manifestaciones (Schroeder, 2021).

Si efectivamente las prácticas de cancelación que pueden retratarse como beneficiosas para la sociedad son manifestaciones de la libertad de expresión, entonces los conflictos relevantes de cancelación no serían conflictos entre la igualdad y la libertad. Serían conflictos entre libertad y libertad. La libertad de expresión de quien(es) ejerce(n) prácticas de cancelación frente a la libertad de expresión de la persona en contra de quién esas prácticas se dirigen. En estos casos el análisis de ponderación del juez no deberá circunscribirse a complejas operaciones sobre la prevalencia de la libertad por sobre la igualdad o vice-versa. Por el contrario, el juez tendrá que sopesar si las funciones expresivas que cumplen las prácticas de cancelación (informar, denunciar, controlar el abuso de poder) tienen un peso relativo mayor a la función expresiva que cumplen las palabras vertidas por quien es objeto de esas prácticas.

* Estas reflexiones forman parte del proyecto Fondecyt No. 11181088 del cual John Charney es investigador responsable.

Referencias:

Baker, C.E., Media Concentration and Democracy, (CUP, 2007).

Dworkin, R., ‘The Coming Battles over Free Speech’ (The New York Review of Books, June, 1992).

Hitchens, L., Broadcasting Pluralism and Diversity (Hart, 2006).

Karppinen, K., Rethinking Media Pluralism (Fordham University Press, 2013).

Mill, J.S., On Liberty (Cosimo, 2005)

Raz, J., ‘Free Expression and Personal Identification’, OJLS, 1991.

Scanlon, T. ‘Freedom of Expression and Categories of Expression’, University of Pitttsburgh Law Review, 1979.

Este comentario fue publicado en www.intersecciones.org. *Las opiniones vertidas en la publicación no representan necesariamente el pensamiento institucional de la Facultad y Escuela de Derecho PUCV.

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